Cómo se comía en las
casas de Buenos Aires cuando yo era chica
Celina Hurtado
Quienes
ya contamos nuestra edad con el siete, tenemos recuerdos de cómo era entonces
la mesa de los porteños, bastante distinta a la actual, aunque, por supuesto,
las comidas de mayor referencia siguen siendo las mismas. Pero otros aspectos
han cambiado, algunos para bien y otros para mal. Cuando comento mis recuerdos,
la gente más joven suele sorprenderse. Van ahora algunos de ellos, un poco
deshilvanados, pero que muestran cómo se comía en mi casa y en otras de mi entorno,
cuando yo era chica.
La
primera cosa que observo, como diferencia y no feliz, es que la clase media de
la que formaba parte, así como mi familia y mi barrio, no tenía ningún problema
económico con la comida, nadie tenía que pensar dos veces si compraba un kilo
de carne, ni deambulaba por varios negocios para encontrar el mejor precio. No
había supermercados como hora, los negocios de barrio más similares eran los
almacenes, casi siempre atendidos por sus dueños, o algún empleado tan consustanciado
con el negocio que venía a ser lo mismo.
En
las carnicerías, nadie compraba estilo fetas de jamón, al contrario, las amas
de casa o quien hiciera sus veces, compraban para toda la familia por varios
días, en grandes trozos, carne para churrascos, o para milanesas o guisos, que
era lo habitual. Y huesos para caldo o carne de puchero, pero de buena calidad. Comíamos carne todos los días, de almuerzo y
cena. Los chicos comíamos churrasco y puré de papa y zapallo, y ensalada,
generalmente de lechuga y/o tomate. Algunas casas de tradición italiana le
agregaban cebolla.
Había
una costumbre que se ha perdido totalmente: ciertos días (de la semana) por la
tarde, las mujeres (que en general no trabajaban, o ya estaban libres del
trabajo) se reunían a tomar mate con alguna cosa dulce. En todas las casas eso
era normal y esas visitas a veces ni se anunciaban. Cuando, cerca de las ocho de la noche, el
marido pasaba a buscarlas, invariablemente el dueño de casa, que ya estaba de
regreso de su trabajo, les ofrecía un aperitivo. Siempre lo había, junto con algo
sólido como salamín, aceitunas o queso, que era lo más común. Eso nunca
faltaba, ni se salía corriendo a comprar algo. Había como una costumbre de tener
esas reservas y cuando se iban acabando se reponían, nunca faltaban. Más aún, a
veces se invitaba a un matrimonio emparentado o amigo a cenar “lo que hay”. Y
siempre había. Recuerdo que en mi casa lo habitual eran churrascos con
ensalada, podía ser también con huevos fritos. Para el que quería (obligatorio
para los chicos) había sopa. Y algo dulce de postre que a veces era el dulce
que sobraba de la mateada. También era común que el marido que se acercaba a buscar
a su esposa con idea de que se lo iba a invitar, aportara alguna “delicatessen” que podía ser un fiambre,
un queso especial, una botella de vino reserva, en fin, una atención que se
consumía inmediatamente.
En
otras casas lo habitual en estas cenas improvisadas eran las milanesas. Recuerdo
a dos tías que, cuando nos quedábamos a cenar, siempre tenían en la heladera
carne de milanesas, que cortaban ellas mismas al mejor estilo de carnicería, y
las preparaban riquísimas y crujientes.
Entonces
no había tantos productos envasados como ahora. De modo que para hacer las
milanesas se juntaba el pan viejo puesto duro y se rallaba. Se lo ponía en frascos
de vidrio y se sacaba cuando era necesario. Siempre sobraba pan, que además se
compraba todos los días. Más aún, algunas familias tiraban el pan entero
sobrante en la basura, que entonces se ponía en tachos sin bolsas de plástico
ni nada. Alguno que otro mendigo solía sacar de arriba una o dos flautas enteras.
La idea no era precisamente un acto de misericordia, sino más bien mostrar al
vecindario que en esa casa se compraba pan todos los días y que no se usaba “el
pan de ayer”, lo que era casi una afrenta. Mi madre no estaba de acuerdo con
tirar comida a la basura (sí con dar a un mendigo que tocara el tiempo, tampoco
eran muchos) de modo que siempre había pan rallado de sobra.
Los
chicos tomábamos sopa, invariablemente, nos gustara o no (lo más común era que
no nos gustara, pero había que tomarla). En general tomábamos sopa de dos
clases: de avena y de fideos. La avena, recomendada por los médicos, era de
rigor por lo menos una vez al día o día por medio. Creo que era algo que muchos chicos detestábamos,
y que identificábamos con la famosa caja de cartón a todo color con la figura
de un cuáquero, nombre de la marca. No se decía “sopa de avena” sino “sopa de
Quaker”. Para los mayores, era habitual
el caldo solo, a veces con algún aditamento como trocitos de pan frito. Y para
las invitaciones más elegantes, el consomé a la reina.
En
una época en que casi no había productos envasados, varias cosas se hacían en casa.
La mayonesa de huevo auténtico y de aceite de buena calidad (de oliva o al menos
de mezcla) era infaltable en las reuniones, en que era de rigor la ensañada
rusa, también casera. Los ajíes en vinagre, un aditamento habitual para las
milanesas, también se hacían poniéndolos en vinagre durante dos semanas, y
resultaban riquísimos. Las aceitunas se vendían sueltas, con carozo claro, y se
ponían en grandes frascos con un poco de agua, o bien se preparaban con aceite
y alguna especie generalmente un poco picante, eran de presencia obligada al
servir aperitivos. En una casa en la que
se hicieran asados, al carbón o al horno, el chimichurri no podía faltar, y cada
ama de casa tenía su receta, a veces, decían, al estilo de Doña Petrona cuyo
libro casi nadie tenía, pero por las audiciones radiales muchas señoras
aprendían ciertos secretos con los cuales lograban la cálida aprobación de
familiares y amigos. Las más talentosas y pacientes conseguían la maquinita
para descarozar y rellenaban las aceitunas con morrón, que era lo elegante,
digamos. Una amiga de mamá pasaba horas para hacerlas y servir cuando invitaba
a cenar. Otros tiempos.
En
muchas casas, incluso de familias no muy numerosas, algunos productos se
compraban en cantidad. Por ejemplo, el vino en damajuanas de cinco o diez litros,
o una lata de anchoas de un kilo, que se conservaban porque venían en sal, y
que se iban sacando de a poco poniéndolas con aceite para cuando se recibían
visitas.
En
aquella época no se consumía mucho pescado, y sobre todo no en las casas, porque
la preparación no era fácil para algunas amas de casa y además había pocas
pescaderías. Pero sí en general se comía una vez por semana o cada quince días.
El filete de merluza frito (a la romana) era bastante habitual; la corvina u
otro pez semejante se hacía al horno condimentado con cebolla, o ajo y
especies. No había, truchas, que yo recuerde, pero sí pejerrey, que se hacía a
la plancha aunque lo más común era comerlo en un restaurante.
El
pollo se hacía de mil maneras y, junto con la carne de vaca, era de consumo
habitual. En cambio se consumía poco cerdo o cordero, salvo en los asados a la
parrilla o para las fiestas. Sin embargo
algunas especialidades derivadas eran muy apreciadas: las patitas de cerdo en
escabeche, o los chinchulines de cordero.
El
escabeche era una forma habitual de preparar diversos vegetales, por supuesto,
en casa, Lo mismo que la salsa de tomate que se guardaba por varios días en frascos
cubiertos de aceite para sui mejor conservación.
La
pasta de los domingos era una costumbre generalizada, sobre todo ravioles con
estofado. Si a uno lo invitaban a almorzar un domingo, nueve de cada diez veces
era esto. Y conforme a la receta especial del ama de casa, cada estofado salía
diferente.
La
pizza por supuesto se comía afuera pero en las casas se hacía a mano, la masa
solía ser más gorda, no tan a la piedra como ahora, pero resultaba riquísima.
Tampoco existían tantas variantes exóticas, lo común era la clásica de tomate,
con cebolla, aceitunas y mucha muzzarella. Pero también las había con anchoas
(generalmente mitad y mitad) o con salame o jamón. Er a también un plato que,
en apenas poco más de una hora, podía ser la comida principal de una invitación
espontánea. También se hacían pizzetas con rodajas de pan, para servir como “copetín”.
Recuerdo las que hacía mi madre y mis tías, eran riquísimas dentro de su sencillez.
En
cuanto a las verduras y frutas, era todo tan barato que ni siquiera se pensaba en una restricción al
respecto. Y todo era de un sabor puro, de la fruta o la verdura madurada en la
planta, en huertas con abonos naturales. No existía, como ahora, el tomate sin
gusto que está siete semanas en góndola, o la mandarina que no tiene olor ni
sabor específico, cualquiera sea su variedad. Entonces existía, como dice una canción,
el olor a hierbas frescas y el olor a mandarina. Las hierbas frescas (perejil y
albahaca sobre todo) que no había en cantidad y calidad todo el año pro ser de
temporada, se secaban al sol. Así se comía habitualmente fideos o ñoquis
(amasados en casa) al pesto, todo el año.
Era
una vida sencilla pero que todos tomábamos como algo normal: tener mucha comida
todos los días, en cantidad y calidad excelente, recibir invitaciones a comer “lo
que hay”, siempre mucho y rico, sin tener que salir corriendo a comprar comida
por no alcanzar “lo que hay”, esperar alguna novedad culinaria, a veces sin
comprender que comíamos “aburrido” pero sustancioso y abundante, todo esto
pertenece al pasado. A veces tengo nostalgia, y me alegro que algunos jóvenes
intenten volver a esas prácticas. No es fácil, pero tampoco imposible. El
tiempo lo dirá.