Homenaje a Laika nuestra hermana menor primera astronauta

 Para eñ Día del Animal 2023 comparto fragmentos de un escrito de Horacio Cagni que siempre recuerodo, sobre la perrita Laika, el primer ser vivo en el espacio; su recuerdo -el de la réplica en el Museo del Astronáutica de Moscú. sigue emocionándome

Celina Hurtado

Laika en el cielo con diamantes

                                                                                    Horacio Cagni

Debo disculparme por no escribir un artículo del tenor y contenido habituales. Cuando fui adolescente y joven -mucho más joven que ahora- prometí ser siempre fiel a mis imágenes interiores más preciadas. Mis primeros recuerdos de “aproximación indirecta” a la política los constituyen unas pintadas en las paredes porteñas en defensa de “laica” y de “libre”. Como eran casi contemporáneas de la carrera espacial en auge, y un satélite artificial ruso había llevado hacía poco al primer ser vivo que orbitó el planeta, las palabras se prestaban a confusión. En mi mente infantil se referían a la perrita Laika, que no había podido ser libre.

En ese momento, el mundo hablaba de ella, sobre todo recuerdo los comentarios de mi abuela materna: la idea de un animalito sin tumba en el cosmos nos había conmovido profundamente, como sigue haciéndolo. Posteriormente, en los años de universidad -aquellos  primeros setenta cargados de presagios-, manifesté públicamente que Laika era mi personaje inolvidable, glosando una sección permanente del Readers Digest. Creo que en ese momento no fui bien entendido. Entonces me hice otra promesa: si llegaba vivo al cincuentenario de la misión Sputnik 2 - aún se sabía poco- escribiría sobre Laika. El momento de ese artículo ha llegado.

[…]

En esos años de guerra fría, nadie ignoraba que, tras la fachada científica, la conquista del espacio formaba parte de la sobrepuja y la carrera armamentista de las superpotencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial. La exitosa misión del primer satélite artificial Sputnik 1 en octubre de 1957, hizo que apresuradamente Nikita Kruschev lanzara un segundo satélite, esta vez con un ser vivo en su interior. En ese momento la URSS aventajaba claramente a los EE.UU en misiones espaciales.

En vez de esperar y construir un satélite más seguro y sofisticado, el Kremlin -deseoso de conmemorar el 40º aniversario de la Revolución con una gran noticia- apresuró la misión con lo que tenía a mano. Además de los consabidos instrumentos de medición, el Sputnik 2 estaba dotado de un sistema de provisión de oxígeno y un ventilador para regular la temperatura interna del habitáculo en el cual viajaría el can, provisto de un traje espacial que le mantenía de pie o sentado, dado el poco espacio, más una mascarilla acondicionada para brindarle comida en forma de gelatina, suficiente para una semana de vuelo orbital. Según los soviéticos, la cápsula regresaría con su carga sana y salva, con ayuda de paracaídas, pero sabían que no podía retornar. Pensando aplicarle eutanasia a Laika, la última ración estaba envenenada.

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El 3 de noviembre de 1957 fue lanzado el Sputnik 2 desde el centro espacial de Blaikonur, en Kasajastán; Laika era continuamente monitoreada desde tierra. Con la tremenda aceleración, la respiración del animalito aumentó cuatro veces, y su ritmo cardíaco pasó de 103 a 240 latidos por minuto. El aislamiento térmico  -en un producto preparado a toda prisa para una conmemoración política-, se desprendió en parte, y la temperatura interior llegó a los cuarenta grados. Laika estaba agitada, pero comía. Luego el ritmo cardíaco descendió hasta 100 latidos por minuto; siete horas después del inicio, no se registraban signos vitales a bordo del Sputnik 2. Si cualquier canino o felino, ante los truenos y rayos de una tormenta siente pánico e instintivamente busca refugio en un lugar oscuro y protegido, el estrés que debe haber sufrido Laika, sin posibilidad de refugiarse en su cápsula, debe haber sido indescriptible.

La URSS, durante décadas, sostuvo algunas veces que Laika había muerto por asfixia, otras que por eutanasia. En 2002, el científico Dimitri Malashenkov, que había estado en la misión, reconoció lo obvio: la perrita había muerto, entre cinco y siete horas luego del despegue, por estrés y sobrecalentamiento de la cápsula.

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La muerte deliberada del animal suscitó muchas controversias: se la asoció con el régimen totalitario y despiadado que había ordenado la misión, y la Liga Nacional de Defensa Canina británica llegó a pedir a los propietarios de perros que guardaran un minuto de silencio por Laika. Nadie consideró que, entre 1948 y 1957, cinco chimpancés habían sido inmolados en vuelos experimentales en EE.UU, muertos por asfixia, estallido o estrellándose al aterrizar. Pero Laika había sido enviada al cosmos a sabiendas que no había esperanzas de retorno. Gazenko luego reconocería la muerte innecesaria de la perrita, ya que los conocimientos adquiridos por la misión no los justificaban, que lamentaba lo sucedido, que no había que haberlo hecho y demás vaguedades al uso. Una vez más, había sido una cuestión de prestigio.

Desde entonces, el mundo entero la recuerda.

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Laika no pudo ser  una perrita guardiana de una dacha, capaz de parir y cuidar amorosamente sus cachorros; quizá hubiera muerto de privaciones, enfermedad y maltratos en las heladas calles moscovitas. La técnica -omnímoda, devoradora e inmoladora- hizo inmortal y convirtió en símbolo y heroína a una simple y pobre perrita rusa callejera.

Más allá de eso, Laika es un congénere, porque nosotros también somos animales. Dotados de inteligencia, animales políticos según la clásica definición aristotélica, pero seguimos siendo animales. Sólo existen tres reinos, mineral, vegetal y animal; por una gratuita infatuación de superioridad, debida a nuestra comúnmente mal utilizada inteligencia, nos creemos un cuarto reino. En la escala y el orden natural, debemos respeto y consideración a nuestros congéneres menores.

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La palabra rusa wolja -a propósito de Laika- significa el amor no sólo con Dios y entre los hombres, sino con las plantas y los pobres animales de la tierra. Todos los seres vivos pueden ser amigos y estar hermanados, no importa la categoría ni la función ni la relación, ni el lugar ni la época.

 Laika se convirtió en mi amiga, al igual que la palmera de Juana de Ibarbourou, el Emperador Juliano, Federico II, Mozart, Nietzsche, Mishima, y otros contemporáneos que mejor no nombrar para evitar controversias. Laika fue también el triunfo de un nombre. Encontré muchas Laikas en muchos sitios, grandes y pequeñas, lanudas y ralas, guardianas y fiaquentas, tranquilas y agresivas, y por suerte aún sigo encontrándolas.

[…]

Desde los orígenes, se dice que los seres queridos que ya no están a nuestro lado sí están en el cielo, donde siguen guiándonos y velando por nosotros. Entonces estará mi padre en primera fila -aquí huelgan las palabras-, y tanta gente amiga invalorable. Y porqué no Topacio, compinche durante dieciocho años; aún recuerdo su felina presencia lanuda, su actitud atenta y exigente, su inigualable enseñanza de economía de fuerzas. Laika, por razones generacionales, fue la primera, acompañando innumerables noches. Era un sentimiento que no se puede compartir con nadie, porque nadie comprendería.

Noches de beatitud y de paz, noches amargas en que se quiere morir, noches absurdas como las de Omar Kahyyam, reducido al final a camellero que conduce la caravana a donde empieza el alba, a ninguna parte. Noches alegres y quietas, radiantes y mustias, misteriosas y bulliciosas, cálidas y gélidas. De Río a París y de Cuzco a Roma, de Miami a Damasco y de Atenas a Londres y Munich.  Especialmente, las trasnochadas de Madrid y Barcelona, nuestra mejor época. No importa dónde. Y noches de la propia terraza, en una de las ciudades -si se siente realmente el tango- más nostálgicas y solas del planeta. Particularmente, las noches insomnes de los largos viajes nocturnos por tierra y aire, cuando se contempla horas el firmamento y la reflexión apenas vence al tedio. Cualquiera fuera la latitud y la circunstancia, bastaba alzar la vista para que el recurso a la compañerita cósmica contribuyera a conjurar la soledad y la tristeza.

Quizá son pensamientos baratos, un simple juego de la mente, el lastre de recuerdos. Prefiero decir que es una vivencia; los alemanes -como siempre- tienen una palabra exacta: Erlebniss, vivencia como totalidad, auténtica, a la vez sentida y pensada. Y, no importa donde, toda vez que se necesite apoyo y consuelo, cuando haya que conjurar la finitud de todo humano referente frente a la inconmensurabilidad de lo absoluto, cuando se intente encontrar explicación a la cantidad  de actos existenciales sin aparente sentido que pueblan nuestros días, se dibujará en lo alto, en la noche de un cielo tachonado de diamantes, una presencia vívida. Una presencia afable, blanda, suave…