Danzas sagradas de los indígenas del Gran Chaco

 

Danzas sagradas de los indígenas del Gran Chaco

Fernando Pagés Larraya,  Lo irracional en la cultura, II, Bs. As., FECIC, 1982

 Tobas

 En el contexto del beber sagrado o ceremonial se incluye la danza. Por ejemplo la danza “nahootti” tiene aparente carácter lúdico, pero su finalidad es alejar al espíritu maligno o “nahot” (o “nahut”). La danza protegía a las personas que estaban dentro de su estructura coreográfica:  se usaba en la pubertad de las niñas, el matrimonio, etc. Otra forma de danza, modificación de la anterior, es la “nahot dónnaran”, considerada eficaz para las curas chamánicas y como preventivo (Cf. R. Karsten, “The Toba Indians of the Bolivian Gran Chaco”, Acta Academiae Aboensis, Humaniora 4, 1923) (p. 204). También se usaba para apresurar la fructificación del chañar.

 La danza “nomi” se bailaba en el festival sagrado de los tobas, durante la fructificación de la algarroba (entre noviembre y enero), pues tenía influencia en el espíritu de la planta.  Se realizaban durante la noche para prevenir la entrada de los espíritus de los muertos. El “boom” era la única danza indígena diurna, así como el “nomi”, las demás eran nocturnas. El “nahore” era una danza profética y en ella participaban hombres y mujeres (p. 204).

La danza (por ejmeplo la de la fiesta del algarrobo) tiene la función de crear un círculo protector del beber sacramental que impida la entrada de la sombra de los muertos. Para el toba, el hombre tiene un cuerpo visible y el de la sombra o “kadapekal”, literalmente “nuestra propia sombra” (p. 205).

Guaycurúes y tupí-guaraní

 Tenían festivales anuales para la fiesta de la fermentación del maíz y con un ritual similar, con la diferencia que usaban máscaras en las cuales era apresado el espíritu de los muertos e ingresaba de alguna manera en el festival (p. 205).

 Mataco-mataguayos

 Entre el grupo de los chorotes hay una danza para la transición puberal de las niñas, “káusima”, que según Karsten toma el nombre del instrumento “káhuis”, consistente en una vara de madera o bambú con sonajeros de pezuña de venado en su parte superior, que poseía poder sobre los espíritus,, ligado a los grandes misterios femeninos y que era manejado por mujeres, nunca por hombres. La ceremonia se realizaba al comienzo de la luna nueva después de los signos de la pubertad. Esta ceremonia fue común a todos los grupos étnicos en la etapa arcaica, con algunas variaciones. Es un ritual preventivo de la entrada de espíritus malignos por los ojos, orejas, nariz y boca de las mujeres, que puede originar embarazos sobrenaturales cuyo producto es el nacimiento de monstruos culturales. En otros grupos representa un antiguo mito vivo: la humanización de las mujeres-demonios. En el rito, que se celebra en las márgenes del Pilcomayo todavía (grupo montaraz de los Ashulay), intervienen sujetos enmascarados que se transforman, en la transustanciación de la danza, en criaturas del mundo de los espíritus, expulsados luego mediante juegos litúrgicos, para impedir su participación en el ceremonial. En la liturgia expulsatoria intervienen movimientos fisiognómicos, dan zas, cantos, expresiones verbales y una comunicación con un lenguaje codificado representado por los instrumentos sagrados: el tambor, la sonaja y el kahuis de la mujer. Actualmente todavía se celebra en el grupo mataco-mataguayo cercano a la ciudad de Asunción y aunque ha recibido otras influencias, tiene todavía valor etnográfico.

 Estas danzas se integran en el ritual del beber sacramental, que produce una transustanciación del sujeto en la embriaguez. Este ritual recrea el mundo demoníaco con todo su aspecto siniestro,  que es conjurado mediante la dramatización (pp. 209-210)