Reflexión sobre ecología

 

La preocupación ecológica 

Hasta hace poco los “ecologistas” causaban sonrisas, cuando no francas burlas. Pero pronto los rostros comenzaron a ponerse serios cuando las fotos y los titulares ya no dejaban lugar a dudas sobre la destrucción irreversible de la vida planetaria. Ya no se trataba de alguna especie africana, exótica e inútil para nosotros, los “civilizados” de las grandes ciudades. El exterminio de ballenas, leopardos, elefantes y otros animales sobre cuyos valiosos restos sólo los muy ricos podían tener expectativas, dejó insensible a la gran masa anónima. Pero cuando las fotos mostraron los peces muertos en las costas donde muchos miles veranean, la cuestión tomó el color del peligro inmediato. Es como el fragor de una tormenta lejana, que sólo preocupa a los más atentos. Cuando la tormenta está casi encima, recién la mayoría se da cuenta. Casi siempre tarde...

El clamor ecologista quizá todavía no es tardío y ha tomado muchos rumbos. Algunos parecen pertinentes y eficaces, otros son anecdóticos o meramente sentimentales, como las declaraciones de los derechos del animal, curiosamente emanadas de países que se preocupan bastante poco de los derechos de los hombres.

Yo no sé bien cuál es el fundamento real de esta preocupación colectiva que muchos tildan de egoísta. En todo caso me parece positiva, porque en la medida en que logre evitar una catástrofe que evidentemente se avecina, poco importan los motivos subjetivos de quienes impulsen o lleven adelante las medidas.

La cuestión más problemática, en cambio, me parece la de su eficacia. En una oportunidad decía un profesor que las campañas ecologistas le parecían inútiles porque quienes se suman a ellas son en general personas inocuas (no son agentes destructivos de la naturaleza) mientras que a los verdaderos responsables de la contaminación y la destrucción no se les mueve un pelo. Esta última afirmación es verdadera, pero el argumento es sofístico. Con igual razón podría decirse, por ejemplo, que los movimientos por la liberación de los oprimidos, o por la igualdad racial o religiosa, son inútiles porque a los responsables de la discriminación no les interesa plegarse a ellos. Claro que no, justamente se trata de lo contrario, de presionar sobre ellos para que a la fuerza -no por gusto, convencimiento o conveniencia- dejen de actuar como lo hacen. Y también para crear una conciencia de la necesidad de actuación de poderes públicos, nacionales o internacionales. Gracias a estos movimientos y sus actos de pacífica (o no tan pacífica) protesta, hoy hay regulaciones normativas que probablemente sin ellos nunca se hubiesen dictado.

Sin embargo, pensar muy optimistamente puede ser ingenuo. La mayoría de los hombres, incluidos los gobernantes,  tienden a solucionar los problemas inmediatos y dejar los otros para las generaciones futuras, con el argumento de que en realidad poco podemos influir en lo remoto (lo que es verdad) y con la esperanza de que nuestros sucesores, que serán más sabios y más desarrollados que nosotros, encuentren más fácilmente soluciones (lo que es sólo probable).

Visto así el problema, resultaría que una excesiva preocupación ecologista conduciría al inmovilismo de los recursos y frenaría la ingeniosidad para solucionar estos asuntos de forma novedosa y no rutinaria. Pero también es cierto que la destrucción es más rápida que la construcción o el descubrimiento y que quizá cuando aparezca la solución salvadora ya sea tarde.

Por otra parte, la preocupación ecológica tiene que ver con la política, y esto en dos sentidos. Por una parte, se presenta como una ruptura de la alternativa actual como modo de producción, distribución y consumo de los bienes naturales. El argumento que en su momento esgrimieron los “verdes” alemanes en el parlamento es un ejemplo: de qué sirve -decían- discutir si vamos a repartir las riquezas naturales según el sistema capitalista o el socialista, si estamos al borde de una catástrofe ecológica que no dejará nada bueno para repartir. Y esto se liga con el segundo sentido del nexo político: la preocupación por el holocausto nuclear, que sería la catástrofe ecológica máxima, en la que se piensa en definitiva, como summum del horror destructivo.

Hay que reconocer que las campañas pacifistas, que manipulan con este temor, captan numerosos adeptos. Por eso pueden ser utilizadas ideológicamente. Por ejemplo, cada potencial contendiente en un conflicto por el reparto de (algún) poder (territorio, mercado, zona de influencia, etc.) afirma que si frena su expansión armamentista y baja su capacidad disuasiva, entregará el terreno al enemigo. Cuando hace dos décadas los Estados Unidos iniciaron una campaña armamentista  argumentando que lo contrario sería dejar el mundo a “los rojos”, los integrantes del “colchón yanqui” en Europa (franceses, ingleses y alemanes)  contestaron con pancartas expresivas: “mejor rojos que muertos”. Y esto puede ser una falacia. No estoy tan segura de que siempre sea mejor la vida, a cualquier precio. Incluso sería una autocontradicción, porque por la misma razón se podría decir que nuestros descendientes, que supuestamente heredarán un mundo arruinado, también opinarán “mejor un mundo arruinado que ninguno”. Justamente, el comienzo del ecologismo fue la convicción de que no debe pagarse cualquier precio por un progreso, o por la satisfacción de una necesidad o un deseo actuales, sin pensar en el futuro, el nuestro y el de nuestros sucesores.

Estas marchas y contramarchas dialécticas muestran, me parece, que los slogans son necesarios pero no suficientes. Nadie puede dudar hoy, seriamente, de la necesidad de una auténtica protección al medio ambiente. Es demasiado real lo que se vive como para poder cerrar los ojos. Pero las soluciones no están tan al alcance de la mano, y la utilización apasionada de consignas puede tener efectos contraproducentes o ineficaces. Y tal vez sea verdad, una dolorosa verdad, aquello de la Biblia, de que el hombre dominará sobre todas las bestias de la tierra, lo cual es un modo de decir que la existencia del hombre se mantiene sobre la destrucción de aquellos que  “están a su servicio”. Quizá ésta fue la genial y terrible intuición del primitivo, cuando se estaba a años luz de nuestra acuciante preocupación; y quizá también por eso, para desculpabilizarse y pegar su pena, deificó a sus víctimas y les ofreció sacrificios. ¿Cuál es, hoy, nuestra ofenda desculpabilizadora? Puede ser el ecologismo...