Carnaval

Tres recuerdos y una reflexión sobre Carnaval

 Celina Hurtado

 El Carnaval es una festividad que siempre, desde niña, me ha gustado y me ha motivado a participar, disfrazándome, yendo a corsos, desfiles, fiestas. Concretamente el disfraz es un elemento distintivo del Carnaval desde sus lejanos orígenes europeos. Y es uno de los gustos de los dos organizadores de Fundarte, Ivo Kravic y yo, y por eso hemos realizado muchas actividades en ese sentido. Pero ahora quiero hacer una reflexión sugerida por tres recuerdos de hace años.

Los dos primeros sucedieron en la década de los ochenta, los primeros años de la recuperación de la democracia. Un año fuimos al Corso de Flores; nos disfrazamos, yo de Viuda Alegre y él de caníbal, con una vestimenta de lona, brazos y cara oscurecidos, un gorro negro que tenía cosido un hueso y un hueso en la mano. Hacíamos la escena de que yo coqueteaba con él, usando un abanico de plumas (de papel crepé) mientras él miraba extasiado a los que comían en bares y restaurantes. A algunos les resultaba simpático, otros ni se fijaban, pero también hubo algunos que se molestaron y hasta salió un camarero de un restaurante diciendo que incomodábamos a los comensales con nuestra presencia en los ventanales. Desistimos.

Reflexionamos que tal vez el tema del caníbal y los huesos (aunque se veía claro que eran de pollo) podía molestar en tiempos de los juicios de lesa humanidad y la apertura de presuntas tumbas de desaparecidos. Decidimos que para la próxima vez elegiríamos atuendos menos potencialmente conflictivos. La vez siguiente, también en el Corso de Flores, fuimos disfrazados él de chino y yo de árabe. No vimos otros disfrazados, salvo las comparsas. Y por lo menos tres veces algunos grupos de jóvenes (y no tan jóvenes) se burlaron diciendo “¿Qué hacen disfrazados por ahí? ¡b…s!”. Desistimos de ir disfrazados a los corsos, y claro, también se nos quitó la motivación de ir a corsos en Buenos Aires

Fuimos varias veces a otros lugares, años después. Una vez, fuimos a Lincoln, donde una gran tradición de desfile de carrozas preludiaba un corso más comprensivo. Ivo llevó un tocado árabe, real y actual, traído por un primo que había viajado al Oriente Medio. Y yo una máscara en forma de rayos de sol. Reservamos una mesa en la avenida por la que pasaba el corso. Ivo se puso su toca árabe, se oscureció las cejas y se pintó barbita y bigote. Yo me puse la máscara de sol envolviendo la cabeza y parte del torso con un chal dorado, de alguna obra de teatro, que rescaté del arcón. Cuando fuimos a la mesa nos miraron con cierta atención simpática. Promediaba el corso, había un equipo de televisión y vinieron a hacernos una entrevista. Fue muy breve, dijimos que éramos de Buenos Aires, que nos gustaba el Carnaval, que nos gustaba disfrazarnos y que el Carnaval de Lincoln era particularmente original y nos parecía más auténtico que el de Corrientes (lo que era cierto). Cuando terminaron los dos minutos de entrevista, les preguntamos cómo sabían que éramos de Buenos Aires, porque suponíamos que ese era el motivo, ya que el periodista destacó  que el Carnaval lincolniense tenía fama fuera de sus fronteras. Pensábamos que sería el dueño del bar o el mozo, porque se lo habíamos dicho. La respuesta nos dejó sorprendidos: “No, no sabíamos que son porteños, eso fue una buena casualidad. Los entrevistamos porque son los únicos disfrazados entre los asistentes al corso”. Y los asistentes eran miles, todas las mesas ocupadas de las dos veredas por las siete u ocho cuadras del desfile y mucha gente de pie.

Tres situaciones que me hacen reflexionar sobre la pérdida del sentido de la fiesta. No me refiero a su origen, el “carne vale” (adiós a la carne) medieval, es decir, el último día que se podía comer carne antes de la veda cuaresmal (el miércoles de ceniza sigue al martes de Carnaval) y ni siquiera a la tradición, sobre todo veneciana, de las máscaras usadas por los nobles, gentilhombres y damas para permitirse licencias sociales impensables en otros días. Todo eso es historia, pero sí es cierto que el carnaval porteño y si se quiere, pampeano (en el norte es diferente y alguna vez escribiré mi experiencia de eso) tenía una tradición que incluía al menos tres notas que ya no se dan.

La primera, que el Corso era realmente una convocatoria libre, donde la gente concurría disfrazada, a veces en carrozas o en autos descapotados, pero eran iniciativas individuales, familiares o de pequeños grupos. No eran empresas comerciales de espectáculo como ahora, con artistas (que hacen su trabajo y cobran) y espectadores que pueden ver sin pagar o pagando una consumición en las mesas puestas al efecto por los comercios de la zona. Y también se puede ver cómodamente desde el living de casa, por televisión. El sentido comunitario de los corsos de antaño, que algunos todavía pueden recordar, ya no existe. Ivo y yo, que llegamos a vivir sus últimos coletazos allá por los cincuenta, siendo niños, quisimos revivirlo algunas veces. Una tarea inútil.

La segunda nota es que en general primaba la educación y el respeto. Claro que siempre podía haber algunos que se pasaban de copas, o que exageraban los juegos, pero eran mínimos. Y muy pocas veces eran realmente agresivos. Mi papá recordaba que en su juventud, luego de terminado el Carnaval común, el fin de semana siguiente, se hacía el llamado “Carnaval de las flores”, en que cada uno de los que iba al corso llevaba una flor y la intercambiaba, tirándola a otro u otra del corso. En general eran ramitos que se vendían especialmente para eso. Y contaba que había algunos vivos que ataban un elástico al ramito de modo que cuando lo tiraban para intercambiar el que ya habían recibido, les volvía, con gran rabia del perjudicado. Al lado de las agresiones físicas y verbales que se ven ahora, era como una travesura de niños. Ahora el Corso del Carnaval se ha convertido en un lugar de peligro por las agresiones, los robos, y hasta los insultos y las burlas por cualquier motivo o sin ninguno. Es claro que, se dirá, eso es parte de una decadencia general de la educación y la cultura. Sin duda. Pero en estas fechas se nota más.

La tercera nota es que el Carnaval era una fecha acotada, convocante en tiempos precisos y por tanto tenía una mayor solidez participativa. Se iniciaba, sobre todo con bailes, la noche del sábado, seguía todo el domingo, el lunes y el martes. Y el sábado y el domingo siguientes eran el ·Entierro de Carnaval” o el “Carnaval de las Flores”.  Y nada más. Lo que se pudiera hacer en esos días se hacía, lo que no, quedaba para otra vez.  Era triste sobre todo cuando llovía y se frustraba el Corso, pero era parte también del festejo, la gente se agolpaba en las confiterías o en los clubes. Y se festejaba igual. Ahora el Carnaval, en casi todo el mundo occidental y desde luego también entre nosotros, se ha convertido en un emprendimiento comercial que debe realizarse todos los días posibles. El gobierno militar suprimió los feriados de lunes y martes de Carnaval, pero como contrapartida todos los fines de semana de febrero se hacían “de Carnaval” y eso no varió cuando se restablecieron los feriados originarios y que dan sentido a la fiesta.  La pandemia y la crisis económica que sacude al mundo, y también a nosotros, ha desdibujado y casi suprimido el Carnaval como festejo; quedan los feriados que en tiempos de cuarentena ni se notan. 

¿Renacerá el Carnaval de antaño? No creo. ¿Habrá otros modos de celebrarlo que rescaten lo culturalmente valioso de aquella tradición dándole nuevas formas? Es posible. En todo caso, depende de nosotros. 

Cocina histórica saludable 2

 

Cocina mexicana histórica

Platillos saludables 2

Celina Hurtado

Continuando con la difusión de la gastronomía histórica y su aporte a la salud delicada, ofrezco ahora otro aporte del libro de Celerina Maldonado, Recetario tradicional, México, CONACULTURA, 1999, del cual publiqué en este blog “Cocina histórica saludable 1”.

Ofrezco aquí tres opciones basadas en dos ingredientes habituales de la gastronomía mexicana, por un lado el arroz, complemento de muchos platillos, y por otra el pulque, una bebida tradicional de considerable valor alimenticio.

- Gelatina de arroz (dulce)

- Timbalitos de arroz (salado)

- Pulque con café con leche (dulce)

Los invito a probarlos, seguramente estarán de acuerdo conmigo en que son reales hallazgos para nuestra cocina saludable.

Gelatina de arroz

Se muelen 50 gramos de arroz y 75 gramos de almendras, y luego se deslíen en dos litros de leche. Se le añade un cuarto de azúcar y se cuela. Se pone al fuego y cuando espese agregarle 25 gramos de grenatina [gelatina] derretida en agua dría. Se deja cuajar y se baña con jarabe de grosella como salsa.

Timbalitos de arroz

Se cuecen dos o tres higaditos de pollo [o cantidad similar de hígado de vaca o cordero] y se pican 100 gramos de jamón, se añade el arroz previamente cocido, junto con una taza de leche, 3 cucharadas de harina disuelta en la leche, 3 claras de huevo batidas, 100 gramos de queso rallado, una tacita de mantequilla fundida, sal y pimienta. Se engrasan cacerolitas y se rellenan con el arroz poniéndolas en horno caliente.

Pulque con café con leche

Muy temprano se hierve la leche dejándola enfriar y moviéndola para que no críe nata; se hace el café con poca agua y bastante fuerte, y se deja que enfríe.

Dos horas antes de servir el pulque se endulza, se le pone una ramita de canela, un clavito molido y el café con leche colados y bien fríos.